jueves, enero 05, 2006
LA MISA MACABRA
El padre Vélez había escuchado habladurías acerca de apariciones, ruidos inexplicables, sombras movedizas, voces, al interior y fuera de la Catedral de Morelia; nunca había hecho caso de ello. Desde luego, para él se trataba de superchería natural en la gente ignorante de las cosas de Dios; perdonable, porque a lo mejor era su manera de buscar la fe que les hacía falta. Pobres ovejas del Señor, se repetía para sí.
También él había sido testigo de hechos que parecían sobrenaturales, un candelabro que de repente caía, el estallido de algún cristal, un soplo repentino de viento en la quietud, el escuchar alguna voz salida de la nada, pero todo tenía una explicación: un candelabro mal puesto, un cristal que estallaba por algún repentino cambio de la temperatura ambiente, una voz que la bóveda dilataba. En realidad ese tipo de preocupación era de las que menos lo ocupaban.
El padre Vélez gustaba de que la Catedral siempre estuviera limpia y cuidaba celosamente de que todos los sagrados utensilios estuvieran en orden para cada ceremonia religiosa, y lo mismo cuidaba de que estas iniciaran en los horarios establecidos y, desde luego, de la catequesis de los niños para su próxima comunión. Sí, porque se figuraba que los niños eran como esas pequeñas mariposas blancas que revoloteaban a toda hora en los jardines y, en ocasiones, aún en el mismo interior de la Catedral. Y, ese día en particular, el aire en los alrededores se había llenado de mariposas blancas, como si el Señor se hubiera complacido en llenar el mundo con las santas almas de los niños muertos, según las creencias de la gente.
El padre sacristán, ayudado por doña Mariquita Garduño y Lupita Gómez, las encargadas de la limpieza, trapeó el piso y dejó el altar listo para la primera misa del día siguiente. Apagó las veladoras y las luces, dejando encendida la lámpara botiva como siempre y se hincó respetuosamente ante la guarda del Santísimo como para decirle: “Estás servido Señor”.
Con el rosario había caído la tarde, con un cielo pleno de barruntos de aguacero, sin embargo solamente cayó una lluvia que arañó durante algunos minutos la ventana de su alcoba, la que quedaba en una de las esquinas del curato. Acostumbraba a dormir temprano, después de la merienda que doña Mariquita llevaba hasta el cuarto, pero esa noche se entretuvo en la lectura de una de las cartas de San Pablo, con la finalidad de reprender a las mujeres que les había dado por trabajar sin ponerse a considerar que su sagrado deber estaba en el cuidado de los hijos y de la santidad del hogar. “¿Dónde terminará el mundo, cada día más alejado del Señor?” Se preguntó mientras el sueño lo vencía allí, en el sillón donde solía disfrutar de la lectura, en medio de un silencio que se había posesionado de cada rincón de la tierra.
No era la media noche cuando el repique de las campanas lo hizo despertar. Aquello no era posible, si él mismo era el encargado de llamar a misa. Instintivamente miró hacia el reloj, más para cerciorarse que se trataba de un sueño y sin más dilación salió del cuarto. Debería tratarse de algún bromista, sin duda, ya que doña Mariquita y él, eran las únicas personas que dormían en Catedral. Desde el patio del curato pudo ver los ventanales iluminados de Catedral, como en alguna de misa de gallo. ¿O era que a él se le había olvidado apagar las luces?, se preguntó mientras apresuraba el paso, pero esa vez les daría una ejemplar lección a los bromistas.
Sin embargo, al encontrarse de pronto ante lo que parecía ser una improvisada misa como se acostumbraba antiguamente, con un coro que cantaba armoniosamente las alabanzas mientras el padre oficiante, vestido con un ropaje donde relumbraban las bordaduras con hilos de oro y plata, levantaba la sagrada hostia mientras que un acólito hacia sonar la campanilla para solemnizar el momento, en tanto que otros dos acólitos dirigían el movimiento semipendular del incensario hacia el altar, lanzando nubes de incienso que prontamente avanzaron entre los frailes de rostro cubierto por la capucha del negro hábito, mujeres con negro velo de seda que caía de la cabeza a los hombros, hombres con la mirada gacha en señal de perpetuo arrepentimiento.
—¡Basta, alto a este sacrilegio! —rugió el padre sacristán, blandiendo los puños contra aquellos extraños que se habían atrevido a tanto.
Repentinamente el coro calló y se hizo un silencio que pareció golpearlo haciéndolo estremecer de pies a cabeza.
—¿Pero quién son ustedes? —preguntó, con la angustia donde se ahogó su voz. Intento apelar a su capacidad de raciocinio, debería existir alguna explicación. Seguramente soñaba vívidamente, dormido en su sillón y con un libro en las manos.
—Silencio hermano, que estamos en la sagrada misa —dijo uno de los frailes, volteando hacia él, haciendo la señal con un huesudo dedo.
Horrorizado, el sacerdote, miró los huesos de lo que un día fue un rostro y la macabra oquedad de las orbitas ocultares que parecían observarlo fijamente desde las sombra, dio un paso atrás y fue cuando pudo darse cuenta de los esqueléticos rostros que había bajo las capuchas de hábitos y velos, presa del terror tropezó con aquellos cuerpos que parecían salir al paso, hasta el momento en que se derrumbó contra uno de los muros, al tiempo que el coro reiniciaba sus fúnebre cántico.
Al día siguiente doña Mariquita encontró al padre Vélez, el que murió pocas horas después presa de un desconocido y mortal delirio que lo llevó a la tumba.
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