miércoles, enero 04, 2006


LA LLORONA



Las leyendas son ese patrimonio de lo imaginario de los que poseen pocos bienes materiales en la vida. Pero, de igual forma, estos relatos mágico-sobrenaturales son un asidero para el equilibrio del cosmos y de las personitas que lo habitan.Las leyendas quizá hoy asustan menos, pero son un excelente motivo para disfrutar la palabra en comunidad, rodeados de espantos inofensivos y cómplices y de muertos que no quieren morirse en el olvido. Todo lo anterior da pie para decir que la leyenda más vieja de nuestra historia goza de cabal salud y esta aquí. Con ustedes...La Llorona

Era un 13 de enero de 1559 cuando un viento frío, en medio de la oscuridad, obligó a todos los habitantes de la Ciudad de México a resguardarse en sus casas. Los guardias que hacían la ronda por las calles de la urbe prefirieron encender una fogata en uno de los patios del palacio de Hernán Cortés, ahora de su hijo, Martín Cortés. Todo estaba en calma, sólo el viento, de vez en vez, se hacía sentir con sus filos helados sobre el rostro de un enamorado ansioso por ver a su amada. Un bebedor de vino había dejado la taberna desde hacía un buen rato y no encontraba su casa y deambulaba su infortunio en medio de la oscuridad y de los olores fétidos de las aguas estancadas en las acequias. Un español sin fortuna y sueños convertidos en pesadillas dormía en el quicio del portón de una casa que se encontraba en la calle que venía del convento de San Francisco y daba a la Plaza Mayor. La oscuridad era casi total ante una luna tímida que sólo asomaba su hamaca para reposar. La calma se veía reflejada en los rostros de los guardias y en el fuego de los leños crispados de vez en vez y de vez en cuando, así como en los cantos de los grillos y en el viento frío con sus ráfagas. De pronto, el viento cesó su murmullo. Los corazones de los guardias se mantuvieron expectantes al escuchar:¡Aaaayyy miiiisss hiiijooooosssssssssss!Entonces el enamorado furtivo se llenó de miedo, sintió cómo un sudor frío recorría su cuerpo, y sin esperar a que su amada abriera el balcón, echó sus piernas a correr. Y a 280 varas de distancia, el bebedor de vino, haciéndose el valiente, gritó: -¿Quién osa gastar una maldita broma a don Gastón Somera de Valdivia y Alatriste? -Y presto, el caballero embriagado de vino desenvainó la espada, se puso en guardia y retó a la oscuridad. No esperó mucho, cuando frente a él pasó una mujer etérea y fugaz lanzando una lastimosa queja:­¡Aaaayyy miiiisss hiiijooooosssssssssss!Con los pelos de punta, ya sin su sombrero negro, don Gastón sólo acertó a decir: ­¡Por Belcebú, es hora de poner pies en polvorooossaaaaa! Por su parte, con ojos desmesuradamente abiertos, el menesteroso también vio la aparición y, en menos de lo que canta un búho, levantó su manta y corrió, corrió por la calle donde antes dormía. Llegó angustiado al convento de los franciscanos y tocando desaforadamente la puerta del templo pedía, por piedad divina, que le abrieran la casa santa. Y como los frailes tardaban en abrir los maldijo por el maldito sueño pesado que tenían. A lo lejos, allá cerca de la Plaza Mayor, los guardias se miraron entre sí y con el pánico dibujado en sus rostros encendidos, de vez en vez, por las lengüetas de la fogata, dijeron:­¡Perdiez! ¡De nuevo, el alma en pena!­¡Que he sentio muy cerca el grito!-Mejor recemos por su eterno descanso.­¡Recemos, pues! ¡Pero también hay que asegurarse de que el portón esté bien cerrao!Al otro día, el mismísimo virrey don Luis de Velasco fue enterado de las apariciones de una dama. Uno de sus cortesanos recordó que los naturales aseguraban que desde antes que los españoles llegaran, una diosa llamada Cihuacoaltl lanzaba una doliente queja por los antiguos vientos de la ciudad de Tenochtitlan diciendo:“¡Ayyyy miss hiijoss! ¿Adoooóndeee loosss llevareeeé ante su destrucciónn?”­Caballero -terció don Juan de Alfaguara, corregidor de la Ciudad de México-, vale detener un poco el pensamiento y preguntar: ¿No será La Malinche, la que fue mujer del capitán don Hernando Cortés, la que ha regresao para penar por sus hermanos?-Si fuera cierto lo que vos decís, entonces gritaría: ¡Ay mis hermanoooosss!Don Luis de Velasco, segundo virrey de la Nueva España, dio por terminada la charla:-Vuesas personas bien sabéis que en estos asuntos sólo Dios sabe por qué mandó penar a esa dama... Ahora, más vale que le pida a su ilustrísima, el arzobispo Montúfar, interceda ante Dios por esa alma que mucho ha sufrido.
Así, día con día, por la ciudad amurallada que habían levantado los españoles sobre la antigua Tenochtitlan, se desplazaba una figura de mujer llevada por el viento de la noche, arrastrando sus penas por las calles oscuras. Apenas una que otra pequeña lámpara de aceite se aparecía en alguna de las casas, sin lograr romper la feroz oscuridad de la ciudad fortificada de los españoles.Un día, ya muy entrada la noche, el conde de Salvatierra departía alegremente entre vino y caricias de las cortesanas en la taberna El Cuervo, cuando sin más escuchó que en otras mesas sus amigos decían que espantaban por las calles.­¡Escuchad! Dicen que es el alma en pena de una mujer con el rostro descarnado, ataviada con un vestido desgarrado y que vuela por los aires.­¡Mentira! Es una mujer que viste con ropaje blanco y siempre trae sobre el rostro una mantilla. ¡Ha de ser bella!­¡Callad! ¡Ni lo uno ni lo otro! Es el alma de una mujer que entró en la locura porque mató a su marido, quien la engañaba con una española de muy buenas carnes. Y después de matarlo, se mató ella.-¡No, no es así lo que vos decís! Esa mujer, dicen los que saben, ahogó a sus hijos en la laguna de Texcoco, allá por el albarradón de San Lázaro, en la compuerta de San Sebastián... y por eso pena.­¡Callad, callad pecadores! -gritó el conde de Salvatierra, con una jarra de vino en la mano-. Sólo vosotros creéis en aparecidos porque sois unos pecadores. Sí, vosotros sois unos pecadores. ¡Mirad vuestros ojos de pecadores! ¡Ahí se mira el pecado, por eso creéis en esas cosas del Diablo! Aquí, en esta pestilente ciudad, no asustan...­Sí, conde... ¡Sí espantan! Que a don Pedro Sotomayor se le apareció esa mujer y loco está ahora.­¡Cerrad la boca! Voy a demostraros que no espantan… Ha de ser una mujer que busca a un apuesto caballero como yo... y quiere apagar su fuego amoroso. ¡Seguro!­¡Qué cosas decís!-Nada que vos no comprendáis. Y para demostraros que no espantan, voy a salir a la calle en busca de esa hermosa dama. ¡Seguro que debe ser hermosa! La noche sólo puede dar mujeres bellas... ¡Tabernero, servid vino para todos! Quiero que beban conmigo antes de salir a buscar esa aventura de amor.Después de beber su vino, el conde de Salvatierra se puso su capa negra, se acomodó su espada al cinto y miró su puñal con su escudo de armas. Tomó su negro sombrero de ala ancha, y dijo: -¡Mañana os veré! -¿Qué locura haréis, conde? -preguntó Francisco El Sevillano, dueño de la taberna El Cuervo.El conde ya no respondió y salió. El frío había menguado, sólo, de vez en vez, un pequeño vientecillo pegaba en las mejillas del conde quien iba bien embozado con su capa. A lo lejos, entrando por la calle del Empedradillo, vio la antigua catedral que tenía su portón principal mirando hacia el poniente. Hacia allá dirigió sus pasos y atravesó lentamente la Plaza Mayor. De reojo miró el cementerio de la iglesia. Llevaba puesto el pensamiento en su próxima aventura. Por un instante detuvo la mirada en las casas nuevas de Hernán Cortés, quien rentaba el inmueble a la Corona española para que ahí despachara el virrey. El conde de Salvatierra pensó que el viejo conquistador se había visto leonino al no dejar terreno para hacer las casas de gobierno virreinal ni para edificar una catedral digna en la Nueva España (la nueva catedral vendría después). El conde de Salvatierra se fue a apostar más allá de la Universidad Real y Pontificia, y en el mismo portal del palacio arzobispal (ubicado sobre la calle de Moneda). Eran las once treinta de la noche y se quedó dormido de pie, en medio del arrullo y la pesadez del vino. El toque de las campanas de la pequeña catedral lo despertaron en punto de la media noche.­¡Joder!, aquí no pasa nada. ¿Cuál mujer? No miran nada mis ojos...El conde dirigió sus pasos rumbo a la Plaza Mayor. Su andar producía un eco sordo. Empuñaba la espada con la mano izquierda, para evitar que se moviera. Para su sorpresa, vio que algo raro transitaba en medio de la neblina que cubría las tumbas del cementerio de la iglesia mayor. Se acercó, ahora tomando la empuñadura de la espada con la mano derecha, cubriendo completamente su rostro con la capa.
De pronto, sus ojos se toparon con la figura de una mujer bellísima, vestida de blanco, quien caminaba entre las tumbas, entre los muertos. El conde la observó caminar lentamente y dirigir sus suaves pasos rumbo a la portada principal de la catedral. Atento, el conde la seguía por detrás. Una fuerza sobrenatural lo jalaba. La mujer se arrodilló y de su boca sólo salieron lamentos frente al recio portal del templo. Asombrado, el conde veía la escena. La mujer gemía y miraba el suelo.

A los lejos, el sereno dejaba escuchar su pregón: -¡Laaass dooocee yyyy sereeenooo y tooodooo eeenn caaalmaaa!Cuando la mujer terminó de llorar y de sollozar, se fue levantando poco a poco. El conde vio que ese rostro antes bello, ahora estaba carcomido, cadavérico, con las cuencas de los ojos vacías . Entonces quiso correr, pero no pudo. La mujer empezó a deslizarse por el suelo, y el conde, poseído por el miedo, iba tras ella. Su cuerpo no lo obedecía. La espectral figura tomó por la calle del arzobispado y el conde seguía detrás, el pavor lo había transformado en un ser sin voluntad. La mujer de blanco siguió y siguió su peregrinar hasta perderse más allá del albarradón de San Lázaro, en medio de la neblina de las aguas saladas del lago de Texcoco. En ese momento, en la taberna, en las calles y en los conventos, penetró un grito profundo y doloroso. ­¡Aaaayyyyyy miiiisss hiiiijoooooosssss! Un eco se esparció cobijando la Ciudad de México y desnudando el miedo de indios y españoles que seguían despiertos. Después, el silencio, la calma, el paso de las horas. Un crepúsculo rojizo se asomó para despertar un nuevo día. Por la mañana, la gente se preguntaba: “¿Y el conde de Salvatierra?” nadie daba razón. Sus amigos de juegos y vino pensaban que quizá estaría en los brazos del amor. Pero los días y las noches pasaron y la incertidumbre crecía: -¡Que el conde ha desaparecido! -¡Sí, al conde le ha pasao algo!-¡Joder! ¡Todo por seguir unas faldas que, seguro, no eran de este mundo! -¡Perdiez, todo por una mujer!Así pasó una semana, y nada que apareciera el conde. Dos semanas y nada. Y el tiempo suma tiempo y la vida de las cosas se hacen más viejas y el recuerdo se parece a las nostalgias.Así, la vida de la ciudad se fue llenando de olvidos; pero no para todos... Una madrugada, cuando muchas mujeres recibían sus granos de maíz en la Alhóndiga, que estaba dentro las casas del Ayuntamiento, una anciana comentó con su boca desdentada y mirando fijamente el parto rojo y anaranjado del cielo:-Al conde de Salvatierra ¡se lo llevó La Llorona!-¡Hay que pedir por su alma al Santísimo y que le perdone su vida de crápula y pecador que en vida llevó!-¡Recemos por él!Ese mismo día, ya muy entrada la noche, y cuando todo era silencio y hacía un maldito frío de los mil diablos, muchos indios y españoles dijeron haber escuchado un desgarrador grito, haciéndoles sentir tremendo escalofrío por toda la piel:-¡Aaaayyyyyy mis hiiiijoooooosssss

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